Aterrizaje en la laguna de fuego

Por: Juan David Paladines Ruiz // Crónica y Reportaje

Fernando Perdomo, mayor retirado de la Fuerza Aérea, sobrevivió a un accidente aéreo apocalíptico y cinematográfico. 16 años después, no solo rememora la historia de su tragedia, sino que, con su voz y sus cicatrices, da testimonio de un camino de supervivencia y superación.

FOTO: Beechcraft B36TC, modelo de la avioneta en la cual ocurrió el accidente. Tomada de: WikiCommons, autor Huhu Uet.

Fue muy soleada la tarde del 9 de diciembre de 2004. La aeronave despegó del aeropuerto Matecaña, en Pereira, rumbo a la ciudad de Manizales. 40 segundos después del despegue, el humo se esparce por la cabina y se oye la voz de Fernando Perdomo, que exclama: “¡Estamos en emergencia!”.

El monomotor era un Beechcraft B36TC de seis puestos. En él viajaban tres personas: una pareja de esposos y el piloto. Este último es el experimentado capitán Fernando Perdomo, quien comandaba la nave para cubrir la ruta Cali-Manizales. Como había mal tiempo en la capital caldense, tuvieron que desviarse y aterrizar en Pereira. Cargaron gasolina, esperaron la orden de la torre de control y retomaron su rumbo.

Cuando joven, Perdomo se deleitaba viendo el cielo huilense. A los 17 años partió rumbo a Cali, donde lo esperaba la Fuerza Aérea Colombiana. Estudió arduamente por tres años hasta graduarse como piloto y técnico superior en Administración. Ya tenía el rango de subteniente. En entrenamientos muy reales él había aprendido a pilotar con la vibración de los motores y a controlar el timón y las palancas. Los simuladores no eran una opción, y el piloto automático era, en ese entonces, uno de los botones de mando que pasaban desapercibidos. “Yo veía un avión por allá en las alturas y salía corriendo a perseguirlo. Siempre me emocionó”, recuerda el capitán con una sonrisa en su rostro.

Hace 50 años la aviación no contaba con todos los instrumentos, ayudas e ingeniería actuales; se trataba más bien de un oficio en el que los pilotos eran mucho más cruciales. Varias de las aeronaves de aquella época no contaban con elementos de navegación ultramodernos, y el piloto automático resultaba siendo el mismo Fernando, que se guiaba por mapas. Los más experimentados aterrizaban sin torres de control ni reportes meteorológicos.

Fernando era mayor retirado de la FAC. A sus 55 años ya había sido piloto de combate, vuelos militares, comerciales y privados, además de haber ejercido también como instructor aéreo. Había volado desde el avión más pequeño hasta el más grande, que en su momento era el Hércules. También había tenido un aeroclub donde había entre 20 y 30 clases de aeronaves diferentes. En ese entonces contaba con más de 12 000 horas de vuelo —es decir que había pasado más de 500 días en cabina—. Pero la vida da giros inesperados y Fernando no sabía que aquel 9 de diciembre su vida cambiaría para siempre.

La tragedia era inminente. En cuestión de segundos, Fernando debía decidir si aterrizar en alguna casa o calle pereirana o virar hacia los cerros. A lo largo de su carrera en la FAC y en Satena ya había aterrizado en lugares impensados: “En Araracuara aterrizábamos en una piedra que los presos aplanaron por años, o en Puerto Leguízamo, en una malla metálica”. La decisión estaba tomada. Sobre la quebrada Consota había un terreno medianamente plano y este fue este el lugar elegido.

FOTO: La ruta planeada por Fernando Perdomo para su vuelo. Tomada de Google Maps.

El piloto ordenó a la pareja que se abrocharan los cinturones, aunque ya ambos estaban invadidos por la histeria. El avión empezó a arder en la parte central, entre el piloto y el copiloto. La urgencia era absoluta: ya no había motor e iban a colisionar. Cundía el pánico y los gritos retumbaban. Se trataba de una verdadera emergencia, pues sin altura y sin velocidad el siniestro era ya un hecho. “Estaban espalda con espalda. Él volteó a abrazar a su señora, y su señora a él”, recuerda Fernando, mientras me explica que esa no es la posición ideal para recibir el golpe. “El impacto fue tremendo. Yo considero que murieron en ese momento”.

"Yo soy sobreviviente de Armero"

El monomotor ardió de inmediato. El desespero se había apoderado de Fernando, pues la aeronave no tenía puerta para el copiloto. El fuego crecía rápidamente, y el avión, lleno de combustible, se convertía en una caldera. “Tuve la sensación de que si no salía pronto moriría quemado”, confesó. Entonces, luchó hasta que pudo y de repente perdió el conocimiento. Lejos de cualquier posible rescate, la vida de aquel que alguna vez había soñado con ser piloto parecía desvanecerse entre el humo incontrolable. Atrás habían quedado los días de infancia en Vegalarga, las jornadas como instructor aéreo, las escuelas de aviación, la reputación y la familia.

La aeronave había quedado en diagonal, en el sentido de la corriente, con la cabina hacia un matorral a orillas del Consota. Como un río, la creciente súbita empezó a arrastrar el avión. Y con él, el cauce llevaba también las vidas de Guillermo Otoya y Carmen Elena Aguirre. A él lo encontraron el mismo día; a ella, dos días después río abajo. Como el piloto ya había sufrido antes otros accidentes, su profesionalismo lo había llevado a seguir los procedimientos. No había tiempo de sentir miedo en los momentos de pánico. “Por el hecho de haber sido piloto militar y de combate, tenía un entrenamiento más acorde a las necesidades de ese momento”, confesó.

Años después, la Aeronáutica Civil determinó que la causa del accidente había sido una falla en el sistema de combustible. Por eso la culpa no existe entre las emociones de Fernando. Él siente la satisfacción de haber hecho lo que correspondía en ese momento. Se trata de una persona resiliente que aprendió a valorar la inmediatez de la muerte. Mientras le sirven una crema de jaiba, se pregunta: “¿Qué pude haber hecho [sic] el día antes si sabía [sic] que eso pasaría? Acercarme a las personas queridas, pedirle perdón a alguien que ofendí”.

Después de que la vida casi se le esfuma al piloto, reapareció la esperanza. Una explosión le despertó los oídos; un aire helado le rozó la piel, y una luz brillante lo encegueció. Aquello, que parecía una tríada milagrosa, tenía una explicación racional. Los vidrios se habían reventado: el aire caliente había tenido espacio para salir, dándole paso a la refrescante brisa del río. El humo negro desaparecía y le abría la posibilidad de ver los radiantes rayos del sol, como si se le hubiese abierto una ventana hacia la vida.

Acto seguido trepó por los vidrios delanteros y logró salir de la aeronave. Pero la situación se complicaba más y más, ya que ahora había caído a una laguna de fuego nacida de las aguas agitadas. La adrenalina no lo dejaba sentir dolor, y su único deseo era auxiliar a los pasajeros. Luchaba intentándolo, pero la corriente lo arrastraba; no entendía por qué le era imposible conseguirlo. Lo que Fernando no sabía es que tenía rotos la rodilla, el fémur, la tibia, el hueso frontal del cráneo y el peroné de la pierna derecha. Y la mano derecha se le había carbonizado en su lucha. Como las piernas estaban bajo el agua, las llamas no podían consumirlas. Era una batalla entre el agua y el fuego: entre la vida y la muerte.

Tiempo después llegaron los rescatistas, que lograron llevar con vida a Fernando a un hospital. Allí estuvo cuatro horas, antes de ser llevado a la Clínica Imbanaco, en Cali. Cuando lo auscultaron, comprobaron que de milagro no había perdido la vista, pues tenía quemados sus párpados superiores e inferiores. Además, aunque en teoría debía ser amputada, los médicos lograron salvarle la mano carbonizada e hicieron de su estómago un bolsillo donde la tuvo guardada durante dos meses.

FOTO: Profesional en salud ayuda a paciente en recuperación. Tomada de WikiCommons, propiedad de Agencia CNT de Noticias.

El brazo, doblado constantemente, sin posibilidad de sacarlo de su cuerpo. Se trataba de una relación entre extremidad e interior del cuerpo; ambos se encontraban para darse esperanzas mutuas de vida. El organismo se encargó de reconstruir la mano, y, al sacarla, parecía una especie de “bola grandota”. Con otras cirugías fueron sacándole dedo por dedo hasta quedar con una especie de pinza, que, hasta el sol de hoy, utiliza para manejar y comer con cuchara, entre muchas otras cosas.

Después de más de 170 cirugías y un mes en cuidados intensivos (y otros seis hospitalizado), Fernando entiende hoy que “uno no tiene nada, [y que] hay que agradecerle a Dios [por] la vida, [por] cada una de las relaciones que [uno] tiene, [por] las personas que están alrededor”. Hoy es un hombre de 70 años, con el pelo corto y el peinado de lado. Tuve la fortuna de conocerlo en el restaurante Pacífico, en Cali, sentado al lado de la barra. Me impresionó cuando lo vi; sabía que detrás llevaba una historia que merecía ser contada. Su rostro refleja las cicatrices del pasado y la esperanza del futuro. Las líneas blancas que marcan su cara no son más que rastros de las quemaduras. Es un hombre fuerte, y la pasividad con que cuenta su historia impresiona.

Al preguntarle por el sufrimiento me contesta: “Dicen que no es bueno sufrir, pero es bueno haber sufrido”. Con el tiempo se ha sentido más pleno, satisfecho y feliz con su vida. A su lado derecho estaba sentada Brigitte Brand Ararat, su esposa, quien lo ha acompañado en los momentos más difíciles. Ella lo describe como una persona valiente que pudo superar la situación gracias a las ganas de vivir, al amor por la vida y a la resistencia. “Es un ser al que no solamente amo, sino al que admiro”, dice Brigitte. Con su mano derecha, Fernando agarra la mano izquierda de su esposa mientras oye cómo lo describe. En sus ojos parece asomarse una lágrima. Sin embargo, logra contener sus emociones.

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