Mi lorita

Angie Barbosa // angie-barbosa@javeriana.edu.co

Angie Barbosa escribe y muestra un pasado nunca distante al lector. El resultado es una inocente y triste historia de cómo un cáncer de estómago en su mamá le cambió la vida para siempre.

FOTO: Del archivo de Angie Barbosa

Todas las tardes, llegaba del colegio, agarraba el teléfono y marcaba el 3274444. “Está comunicado con la Clínica Nueva, si conoce el número de la extensión márquelo ahora”, marcaba el número del piso y el de su habitación. Biii, Biii, Biii y enseguida, la voz de mi mamá, ya no tan lúcida ni alegre pero reconfortante.

La que más hablaba durante la llamada era yo, a veces porque ella no tenía fuerzas para hablarme y otras porque yo no me callaba nunca. Quería contarle todo lo que me había pasado en el colegio, como solía hacerlo todas las tardes cuando ella estaba en casa, esperándome para que almorzáramos juntas. Pero, desde hacía dos meses que la habían hospitalizado, me tocaba contárselo a través del teléfono.

Mi mamá llevaba más de dos años en tratamiento contra un cáncer de estómago. Había pasado por diferentes etapas: primero seis meses de quimioterapia que no funcionaron, el tamaño del tumor había aumentado exponencialmente; luego, los médicos decidieron practicarle una cirugía que resultó todo un milagro, ya que le extrajeron una masa de 35 por 25 centímetros y ninguno de los médicos podía creer que la operación hubiera salido tan bien. Su caso fue conocido por diferentes medios, la sección de Jueves a Salud del canal RCN fue hasta la casa a entrevistarla y la revista de los laboratorios Roche la había puesto de portada. Pero al cabo de unos meses el cáncer volvió. Le producía dolores abdominales que le duraban hasta doce horas. La dejaban en cama y ella gritaba y lloraba del dolor. Algunos días terminaba en la clínica con dosis de morfina. Era la única manera de que su cuerpo la dejara tranquila.

Tenía diez años y la posibilidad de que mi mamá muriera de cáncer me parecía irreal, “los niños necesitan a sus mamás”, pensaba, “todos tienen una, yo no puedo ser la única que no.” Y me invadía una esperanza profunda de que mi mamá se sanaría y podríamos recuperar la tranquilidad de nuestra familia. Que todo esto era solo una etapa, que pasaría pronto y hablaríamos en unos años de eso como un obstáculo que logramos superar en familia. Mi mamá nos había hablado, a mi hermana y a mí, de lo mucho que le gustaría vivir en una casa tranquila, lejos de la ciudad y acompañada de sus nietos para envejecer junto con mi papá. Le gustaba hablarnos del pasado y del futuro, de pronto para olvidarse un poco de las dolencias del presente.

Mi papá permanecía todos los días con ella en la clínica, algunas noches también se quedaba y otras lo relevaban mis tías, las hermanas de mi mamá, para que él pudiera ir a descansar. Una tarde, luego de que mi papá nos recogiera del colegio a mi hermana y a mí, nos sentó en la cama, abrió el libro de oraciones que siempre estaba en la mesita de noche y nos pidió que oráramos por mi mamá, que ese día se había agravado, llevaba desde temprano con un dolor abdominal que no sabían cómo controlarlo. Pero también nos contó que había estado en la capilla de la clínica hablando con Dios para que mi mamá no sufriera más: “Le pedí a Dios que si nos la iba a dejar, la dejara sana, y si no, que se la llevara.” Mi hermana entró en pánico y empezó a gritar y a llorar. Mientras tanto yo estaba aferrada a la idea de que mi mamá por algún milagro, se sanaría.

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Dos horas después estábamos sentados en un cuarto de paredes blancas mi papá, mi hermana de catorce años, mi hermano de seis, una monja y yo. La monja tomó la palabra y empezó a explicarnos, sobre todo a mi hermano menor y a mí, que Dios escogía a las mejores personas en la Tierra para llevarlas al cielo. “Tu mamita se fue al cielo con Dios”.

En mi cabeza, esa idea no podía concebirse del todo. Mi mamá siempre me hablaba de los milagros de Dios. Si Dios todo lo podía hacer, también podía hacer que mi mamá volviera a vivir, pensaba. A mis diez años, era tan inteligente como bruta, y durante el velorio, me imaginaba a mi mamá levantándose del ataúd. Creía que iba a revivir, que volveríamos a ser una familia, que yo seguiría diciendo la palabra “mami”, que todos dejaríamos de llorar y toda esa tristeza se convertiría en alegría.

Dos días después, en la cremación, todas mis esperanzas de que resucitara se desvanecieron. La muerte se lleva todo a su paso. Ya nunca la volvería a ver, ni ella a mí. Nunca volvería a contarle todas mis historias del colegio, ni ella volvería a decirme “mi lorita”. Y nunca volvería a cantarme: la negra dice que ya no me quiere, pero yo sí quiero a mi negrita.

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