Mi amor, mi esposo, mi tormento

Andrea Franco // andrea_franco@javeriana.edu.co

“Gracias a la falta de prudencia suya, tengo una hija como enemiga; gracias a la falta de prudencia suya, mi hija piensa lo que piensa; gracias a la falta de prudencia, inteligencia y exceso de brutalidad suya, pasa lo que está pasando. Por eso es que pasan las cosas Lucía, por eso, por su infinita brutalidad, por su infinita torpeza en esto. No puede más brutalidad porque no le da más la cabeza a usted Lucía. Olvídese de mí, olvídese que existió Rodrigo para usted Lucía ¡no más! No más, a mí no me vuelve a joder la vida, usted me la jodió con mis hijos y me la jodió especialmente con Paola, permitiéndole escuchar las cosas que yo tenía como preocupación. ¡Gracias! gracias infinitas le doy por haberse cagado mi vida ¡Por culpa suya, por estúpida!”

Ilustración por Natalia Latorre

Lucía tiene 57 años, es madre de una niña y un joven y ha sido ama de casa durante una buena parte de su vida. Estuvo casada 24 años con Rodrigo, quien a lo largo de todo su matrimonio siempre la llenó de agresiones sutiles disfrazadas de sugerencias o “críticas constructivas”. Se conocieron en la universidad y como toda pareja, su noviazgo comenzó con cortejos, salidas a comer, palabras dulces y largas llamadas telefónicas; con el tiempo lo que parecía tan agradable fue tornándose en una relación complicada llena de infidelidades y problemas. De tantas mujeres que pasaron por la relación de Rodrigo y Lucía, una marcó la diferencia; no fue una más, fue la que logró que Rodrigo tomara la decisión de generar ese rompimiento al que Lucía tanto le temía. Se marchó con ella, “el amor de su vida”, a construir una vida y un futuro juntos, dejando a Lucía libre para hacer lo mismo con quien quisiera y como quisiera.

Pasó el tiempo y la vida siguió, Lucía aceptó lo que emocionalmente le había ocurrido y nunca imaginó que iba a recibir una llamada que le cambiara la realidad que estaba viviendo en aquel momento. Rodrigo “estaba arrepentido” y quería reunirse con ella para explicarle todo lo que había pasado. Las explicaciones no fueron necesarias para que retomaran su relación, ambos estaban contentos de que acabara al fin el infierno que habían vivido uno sin el otro. Lo demás fue cuestión de meses para que decidieran casarse y organizar su vida; tal y como Lucía siempre había soñado, por fin iba a tener un hogar que podía ser enteramente suyo y que iba a durar para toda la vida.

Él, un buen y reconocido biólogo; ella, una trabajadora productiva y hábil; económicamente se encontraban bien, tenían una casa bonita y grande, dos carros, nunca les hizo falta nada. Además, un hijo llegó y la felicidad no podía ser mayor. Como es obvio, en una vida de pareja no todo puede ser color de rosa; la rutina, el trabajo, el estrés, los gastos y demás problemas que se presentan en la vida de un adulto promedio interferían y hacían que él se exasperara y gritara con frecuencia, “él era de mal genio”, justifica Lucía.

Ilustración por Natalia Latorre

Lucía creyó que debía convertirse en esa “ama de casa perfecta” para complacer a su esposo y a sus hijos, dejó su trabajo y de paso se sometió a maltratos y humillaciones, entregó sus deseos personales e incluso su identidad solo para evitar más conflictos innecesarios en su matrimonio: fue así como poco a poco se fue anulando como persona y como mujer. Se vestía como le gustaba a Rodrigo, hablaba únicamente de los temas que le interesaban a Rodrigo, comía lo que sea que él quisiera y ordenaba y limpiaba su casa siguiendo instrucciones precisas de su esposo, nada podía estar fuera de su lugar.

“Esclavizada”, así se sentía cuando se ocupaba de las labores de la casa: esa obsesión por el orden y la limpieza extrema chocaban con la constante crítica, que rápidamente se convertía en gritos, ante un manchón aquí, una línea de polvo allá. “El matrimonio yo lo veía normal, no tengo referencia de que me haya maltratado psicológicamente, nada”, sostiene en contravía con su propio relato de ese régimen del terror al que estaba condenada.

Con los hijos era igual, nada de lo que pensaba o decía Lucía o “La señora no”, como la apodaron su esposo y su hija, era válido. Si no dejaba salir a la niña, Rodrigo la desautorizaba; si opinaba acerca de algún problema o tema del hogar, la mandaban a callar; si les ordenaba algo a sus hijos, no importaba. La situación llegó a tal extremo que en la casa no mandaban el padre y la madre, como debería ser; la casa no era de ella, era de Rodrigo. En la vida de pareja el panorama no mejoraba, Lucía se mantenía en busca de aceptación: “¿tú me quieres?, ¿me ves bonita?”, eran algunas de las muchas preguntas que hacía para mitigar el dolor que en el fondo sabía que sentía, ese no era el amor que siempre había soñado tener.

Mercedes García Collazos es una experta en psicología clínica con enfoque cognitivo comportamental que sostiene que las víctimas de este tipo de maltrato son por lo general mujeres que no creen que merecen más de lo que tienen, “que nadie las va a querer como él” cuando en realidad no las están amando ni valorando: son sumisas, dependientes, necesitadas de afecto, experimentan muchos sentimientos de soledad y tienen una baja autoestima.

“Es muy probable que haya una historia familiar marcada por la ausencia afectiva del padre que se traslada a otros hombres y entonces se cree que tener amor es que el hombre esté ahí presente. No importa cómo pero que esté presente; de manera que el amor propio se define con ser amada externamente, que haya esa presencia masculina que la haga sentir atractiva, importante. Existe una ley en la psicología que dice que el ser humano prefiere el maltrato a la indiferencia”, sostiene la experta.

Ilustración por Natalia Latorre

El victimario -dice García Collazos- en casos como este es una persona que no ha recibido amor y que por lo tanto no sabe amar, nunca tuvo un modelo de padres “sano”, que probablemente aprendió a maltratar a la mujer y además posee una pésima autoestima. Es alguien que necesita del poder sobre el otro para sentirse valioso y este valor depende de su capacidad de sometimiento. Son sujetos que culpan a la mujer de todo porque no tienen autoconciencia ni capacidad de ver que están haciendo daño. Cuando el agresor utiliza el tema económico como un signo para demostrar que “el que tiene el dinero, tiene el poder”, es una suerte de herramienta de violencia y sometimiento, que opera como una forma de castigo.

Mientras que ella ante el rompimiento “se queda sin piso, se desestabiliza, porque desde pequeña la crianza y los cuentos de hadas lo refuerzan: una mujer solo es feliz si cumple ese ciclo de casarse, ser la mejor esposa y madre, y esforzarse por agradar al esposo. Como persona no sabe quién es, no tiene un sentido, un proyecto de vida”.

En los últimos años del matrimonio, los cambios y las agresiones fueron más evidentes; él no le hablaba y se marchaba de casa con la excusa del trabajo o para montar bicicleta, a veces un fin de semana o la semana entera. En agosto de 2016, llegó el rompimiento. Él se justificó con el argumento del desamor y cargando el peso de la culpa sobre ella, de haberle “entregado 24 años de su vida de manera constante, amorosa y dedicada y que desafortunadamente no sentía que él hubiera recibido lo mismo”. Con el tiempo, Lucía descubrió que el verdadero motivo era que sostenía una relación con su antigua novia, la que lo dejó años atrás. “Al parecer, yo pasé sin pena ni gloria por su vida, escasamente porque le di dos hijos. Se la pasa pregonando que ella siempre fue el amor de su vida”.

Y así fue, ya no había nada que se pudiera hacer para salvar ese matrimonio que durante tanto tiempo había estado en la cuerda floja; era tal la prisa de Rodrigo para recomenzar su vida que no terminó de irse de casa cuando ya estaba presionando a Lucía para que firmara un acuerdo de divorcio que solo lo iba a beneficiar a él. Sintiéndose hostigada, Lucía se apresuró en buscar asesoría legal para que pudiera coordinar un acuerdo que fuera lo más justo posible para ambas partes, en medio de todo creía que Rodrigo era una buena persona y confiaba en que nunca los iba a desamparar económicamente.

En conjunto con su abogada, redactaron un documento que le exigía a Rodrigo una suma mensual de seis salarios mínimos vigentes (aproximadamente 4 millones de pesos) para sus dos hijos y para ella en su condición de ama de casa y de dependiente económicamente; esta era una cantidad de dinero apenas necesaria para que llevaran una vida digna y sin muchos cambios en su estilo de vida, incluso dentro de este acuerdo no estaba contemplado el estudio de su hijo. Rodrigo aceptó y firmaron el acuerdo y los papeles del divorcio. De ese momento en adelante la única tarea de Rodrigo era cumplir legalmente con lo que debía y esforzarse por mantener una buena relación con sus hijos.

Ilustración por Natalia Latorre

Como en la mayoría de divorcios, se esperaba que el contacto entre las partes fuera para lo estrictamente necesario; en especial en un caso como este donde hubo maltrato de por medio. Sin embargo, Rodrigo sentía la necesidad de seguir llamando a Lucía para gritarla y humillarla. Le seguía dando instrucciones de cómo manejar el hogar, ese del que él ya no hacía parte. Le tenía un odio tan profundo que parece que sentía que debía castigarla de alguna forma, no solo restregándole en la cara “su felicidad”, sino criticándola y no dejándola avanzar. Con la parte económica, solo cumplió dos meses con lo pactado; durante este tiempo y prácticamente desde que se divorció le ha dado la mitad de la suma acordada, refugiándose siempre en el pretexto del desempleo y en lo duro que se le ha hecho recomenzar. Con los hijos, los canales de comunicación son mínimos y no hay intenciones de acercarse a ellos, dice que su exesposa los ha “envenenado”; para él, esa mala relación es únicamente culpa de Lucía.

Han pasado casi dos años desde el divorcio y el maltrato sigue, cada vez se hacen más frecuentes los gritos y las agresiones verbales. No ha sido un proceso fácil ni como mujer ni como madre, Lucía siente impotencia; para ella es duro “que los hijos le digan: no hay nada que comer”. Además, siente que por su edad ya no es una mujer laboralmente productiva, son tantas las preocupaciones que tiene como cabeza de hogar que en ocasiones también se olvida de ella y de lo que emocionalmente está viviendo, pues como dice no es sencillo verse como un “cero a la izquierda”, como alguien a quien nunca quisieron ni valoraron, como alguien que aún hoy en día es blanco de críticas constantes no solo de su exmarido, sino de su familia y de la opresión de un hombre inseguro y repleto de rencor que no hace más que seguir cargando culpas sobre ella y reprendiéndola con el arma del dinero.

“Recibo de Lucía sólo veneno permanente, se dedicó a dañar mi relación con mis hijos y a pesar de múltiples correos, chats y llamadas donde le decía que para mí era importante ponernos de acuerdo en lo fundamental y prioritario, nunca fue así. Ella metió su cabeza en el piso, y le pudo más la irá que tratar de conservar la relación y la imagen de padre que tenían los muchachos hasta ese momento. Se cegó con, su infinita terquedad que raya en la torpeza, la ha llevado a límites insospechados. A ella se le convirtió que todo lo mío es una obligación, sólo se interesa por pedir y pedir”.

*Todos los nombres de esta historia fueron cambiados a petición de la fuente principal para proteger sus identidades.

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